lunes, 8 de octubre de 2007

LA COSECHA


Recuerdo un Jueves del mes de noviembre; poco mas de la una de la tarde, en medio de un sol picante, de esos que enrojecen la piel y dan una sensación de estar quemándose lentamente bajo una lupa; que aflojan las nubes y apaciguan el animo de los trabajadores en los verdes cafetales. Por esas fechas los dueños de las fincas mas cercanas al pueblo esperaban la llegada de los alumnos del Colegio de Castilla (Pácora Caldas), y gracias a las estrategias de los directivos, que acomodaban los horarios de clase para que la gran mayoría del estudiantado contribuyeran a tal importante actividad agraria, permitiéndonos desplazarnos sin mas tropiezos a los sitios de cosecha de café conurbanos. Hombres y mujeres tomábamos parte, pues nos animaba la idea de tener algún peso para el domingo y poderlo gastar en cual antojo o apetencia nos diera.
Descendíamos por los estrechos caminos en una disonante carrera de gritos, silbidos, golpes y retumbes de los cacharros plásticos en que se recolectaba los granos de café. La carrera tenía como fin poder escoger los surcos o matas de café más maduros, y de esta manera tener algo de ganancia en la facilidad de desgajar los granos de las ramas. Mi escolta siempre era Orlando, un compañero de clase, el cual me sobrepasaba 4 años más de edad y como 10 años de experiencia en dicha actividad. Casi siempre me tocaba al lado de él cuando iniciábamos la recolección, pero nunca terminábamos juntos, pues mi rendimiento era inferior a la agilidad y malicia de Orlando. Por cosas de la vida siempre que me ubicaba a su lado encontraba al final de mi trayecto, en el árbol de café mas maduro, evidencias de que alguien se había orinado justo en las ramas mas llenas. Hasta que llego el día en que yo terminé primero, y al ver que a él le faltaba un buen tramo, seleccioné el arbusto mas desarrollado y realice mis necesidades a la sombra de las verdes ramas.
Al llegar el domingo, sentados en un escaño del parque principal, nos contamos cara a cara los mal intencionados actos de picardía, de los cuales no solo las beneficiadas fueron las plantas que recibieron el nutritivo abono; también fui yo, pues con la plata que se gano Orlando, me invito a mi primera cerveza.

jueves, 12 de julio de 2007

LA BICICLETA

Constantemente me veían pasar montado en mi bicicleta camino al parque principal de Castilla; especialmente los sábados en la mañana, cortando el frío viento mañanero con la cara expuesta a la brisa y los ojos fijos en la escarpada y destapada calle; como cual demonio alocado huyendo del tormento y la pena. Para aprender a dominar el viejo velocípedo solo me bastó un leve empujón en una de las pendientes que se encuentran en esta vieja población, lo demás fue instinto de supervivencia y algo de osadía que le costaba dolores de cabeza a mi madre y a mi un poco de popularidad entre los niños de mi edad. Con el tiempo los golpes perfeccionaron mi estilo y las acrobacias complacían el pavoneo ante las niñas que me miraban con cierta hilaridad; entre ellas siempre se encontraba Adriana Valencia; una niña con muy poca gracia pero que me atrapaba con sus largas piernas y su cabello liso y oscuro.

Ante una de las demostraciones de valentía y equilibrio, Adriana me propuso que fuese yo el que le enseñara a conducir la bicicleta, oferta que no pude rehusar y de la cual me sentía orondo en aceptar. Las clases empezaron de inmediato, y avizoré en estas la oportunidad de acercarme a ella un poco más que un simple amigo. Después de horas de práctica mis intenciones fueron expuestas, y en consecuencia recibí una tímida aceptación; pretensión que duro muy poco pues a mis oídos llego un corto pero persevero mensaje, -“Déjeme pensarlo”-; a la fecha aun lo esta pensando.

Con el tiempo Adriana se convirtió en una linda joven, y ya mi bicicleta perdió interés, tanto para ella como para mi.

viernes, 15 de junio de 2007

SIMON EL MALITO


Poco mas de cien estudiantes albergaba la única escuela del corregimiento de castilla, una construcción de dos bloques, dos canchas de baloncesto, dos patios de recreo, una cancha de fútbol y un parque infantil donde los gritos, las risas y el llanto se confunden en un mar entrópico que inunda la tranquilidad de las mañanas; aromatizadas por el olor a café que envuelve el sector y mancha las blancas calles con pedazos de costales, que al sol trataban de secar los pocos granos expuestos por Don Gabriel y recolectados de la huerta vecina.

Con el sonar de la campana portadora del tan anhelado descanso mañanero, la algarabía desbordaba la capacidad de la puerta principal, donde a empujones salíamos todos en una sola carrera, alcanzando a pisar los granos de café tendidos a un lado de la calle; como cual manada atravesando los campos pintados por el verde pastizal dejando el terreno pálido e inerte; al igual quedaba Don Gabriel al mirar el café pisoteado por la algarada infancia. De último salía Simón; con las manos en los bolsillos, la camisa por fuera y el pantalón sucio; dispuesto apostar la plata del recreo al tratar de empotrar las monedas de cinco y de diez en un pequeño hoyo hecho en los barrancos del parque infantil o la cancha de fútbol. En las jornadas de vacunación era muy común verlo enfrentarse a cuatro profesoras y la enfermera, que lo trataban de encerrar en un salón con el ánimo de someterlo para aplicarle la dosis requerida. Simón fue mi preceptor en el arte de la pedrada y otras travesuras; en ocasiones nos íbamos muy silenciosos a matar cual pajarillo viéramos; nos escondíamos en los baños de las niñas, robamos dulces de la tienda de Doña Maria, rayábamos las paredes y le escondíamos los cuadernos a los mas pasmados del salón.

Simón nunca pudo pasar del tercer año de primaria, convirtiéndose en el alumno más antiguo de la escuela y el más insubordinado de todos los salones; para la coordinadora de disciplina era la fuente de todos los bochinches de la Escuela Nuestra Señora del Carmen.

lunes, 14 de mayo de 2007

EL ESPANTO QUE NO ESPANTA

Casi cuatro años estuve como monaguillo de la parroquia del pueblo, en la cual el Padre Álvaro Ríos aparte de ser mi profesor de religión era mi jefe en dicha labor; para esos días mis aspiraciones eran poder llegar a ser el primero y único cura de la familia, la idea de solo decírsela a mi abuela le generaba profundos suspiros e inspirados consejos recalcándome el comportamiento que se debía tomar; para mi mamá, la fama de muchacho inquieto, un poco gaminoso y tal vez pícaro en mis travesuras le restaba importancia a mis comentarios, a pesar de verme en misa los domingos ayudándole al padre Álvaro a repartir la comunión con mucha devoción; tal vez ella en el fondo sabia que yo nunca podría cumplirle la promesa a mi abuela, o tal vez sospechaba que a escondidas del padre me comía las ostias y me encerraba en la sacristía con mi amigo Jorge Rodas a tomarme el vino de la sagrada eucaristía. De las travesuras en el templo y tal vez por castigo divino me quedo una cicatriz en el mentón, esto por tirar hacia el techo el canasto de recoger las ofrendas, cayéndome en la boca y raspándome la barbilla. Ni el padre, ni mi abuela, ni mi mamá se enteraron que mis reales intenciones de estar desempeñándome en tan orgulloso cargo, y a pesar de ganar doscientos cincuenta pesos cada quince días, eran las ganas de estar al lado de mi primer amor de infancia; la hermana Miriam; una de las tres monjas del pueblo.

Con el tiempo, y después de muchos días de acompañar al cura y a las monjas en cuanto rezo existiera, las ganas de tener una vida sacerdotal se fue extinguiendo, más aun cuando en las noches después de salir de misa para retornar a mi casa tenia que atravesar una solitaria carretera.

En un frió jueves; recuerdo que Castilla se encontraba en las fiestas de la virgen del carmen, poca fue la gente que asistió a la misa de siete, pues ese día no se contaba con energía eléctrica, la hermana Miriam, como era costumbre, siempre se quedaba con los monaguillos después de misa guardando las vinajeras, el misal y la sotana del padre Álvaro en un escaparate viejo que existía en la sacristía; nosotros dos fuimos los últimos en salir del tempo, nos fuimos caminando hasta el portón de la casa donde las monjas vivían y después de una corta despedida y el habitual pellizco en la mejilla me pregunto quien me acompañaría a mi casa; ¡yo soy un hombre grande!, le dije, mostrando la cara de niño asustado por emprender el camino por una desolada carretera; Veinte minutos dura el trayecto; pero esta vez, sin compañía y sin tener un solo bombillo encendido, el camino seguro se haría mucho más largo. Con un paso apretado, casi trotando, mirando constantemente hacia atrás llegue hasta el sitio llamado el alto del perro, famoso por los cuentos de espantos y duendes que allí aparecían; me eché la bendición varias veces frente a una imagen de la virgen María, ubicada justo antes de la parte mas oscura y mas solitaria, empecé a caminar, esta vez un poco mas despacio, como tratando de adivinar lo que mis pies pisaban, o de percibir hasta el zumbido de los zancudos que se cruzaban en mi camino, de repente y como si fuera un presagio del mas oscuro de los demonios, empezaron a sacudir los alambrados que rodeaban el camino, y sin medir distancia, emprendí una veloz carrera alimentada por un estruendoso sonido que retumbaba en mi espalda, al llegar a la casa mas próxima y después de un profundo respiro, me pude dar cuenta que dicho sonido era el de una maldita vaca.


lunes, 7 de mayo de 2007

LAS OREJAS DE MI ABUELO

Una costumbre muy común en los hogares paisas, sino en todos los pequeños pueblos de Colombia, es realizar el mercado el día domingo. Esos domingos eran para mí de costal al hombro y pasos rápidos por la empinada carretera arriba; siempre en el trayecto me encontraba con mi abuelo, después de salir de la habitual misa del medio día, vestido con saco de paño, sombrero de pelo y calzado fino; a pesar de sus noventa y dos años de edad tomaba su vieja estopa (costal), compraba siete atados de panela (siete kilos) y emprendía la misma ruta mía; en ocasiones nos quedábamos descansando en cualquier barranco del empedrado camino; para mí él era quien todo lo sabía, era un gusto poder escucharlo, sus historias describían con lujo de detalles el pasar de los días en las vidas humildes y tranquilas de los habitantes de Castilla.

Mis pasos eran rápidos y los de él muy firmes; después de diez minutos de haber llagado a mi destino asomaba mi abuelo por el zaguán de la casa, descargaba su pesada carga a un lado de la olla de la mazamorra, se quitaba los zapatos y estiraba los cortos dedos de los pies sentado en la vieja silla del corredor, en la vida de lo único que se quejaba era de lo apretado que le quedaban las zapatillas de ir a misa, pues, con frecuencia se le veía descalzo.

Al llegar la noche y después de tomarse una taza de leche con una arepa redonda se acostaba siempre al rincón de la cama, dejando a mi abuela en la orilla de la misma; rezaba el rosario con mi tía Rosalba y no habían acabado la oración cuando ya se sentían los leves suspiros de un anciano cansado.

Durante el día era muy común verlo tamando el sol por ratos largos, sentado en los troncos de leña ubicados en el patio de la casa; se quedaba inmóvil como contemplando las montañas que en otras ocasiones había recorrido. En medio del aire fresco que subía por los viejos cafetales se escuchaba la voz de mi abuela que con dulzura lo llamaba para que no se insolara. A las diez de la mañana después de una taza de café con leche y arepa retomaba su postura, ahora, en la sombra leyendo sin gafas cuanto papel escrito encontraba. Varios regaños recibí de mi abuela por dejarle en sus manos mi libro de sociales, pues su impulso por leerlo era tan fuerte que enfermaba de los ojos al tratar de leer la letra pequeña.

Una tarde, ya para caer el día, lo encontré silencioso, más inmóvil de lo acostumbrado al lado del tanque donde tomaba agua la única yegua de la casa, me acerqué con sigilo para observar lo que hacía y me quedé asombrado al ver que un colibrí le rodeaba con rápidos movimientos sus grandes orejas, como buscando el polen de las coloridas flores.

Mis recuerdos de los cortos momentos vividos con mi abuelo son pocos pero muy placenteros.
En agosto de 1999 recibí un recorte del periódico La Patria de Manizales, que decía: "A los 97 años y luego de una corta enfermedad que lo redujo a su lecho, falleció el patriarca castellano Manuel Salvador Marín Caballero, quien participó en la fundación del corregimiento de Castilla (Pácora-Caldas) al lado de Alfonso Gutiérrez "chorronda" (fallecido); Cipriano Alzate y otros ilustres hombres"

domingo, 29 de abril de 2007

LA VAGABUNDA DE LUPE

En el año 1993, mi padre tenía una pequeña finca entre Castilla y San Bartolomé (Pácora-Caldas), en un lugar llamado El escobal. Pues bien, la finca La Rubiela era el patrimonio de mi padre con un hermano; por la geografía montañosa típica de este lugar si se caía un grano de café se debía recoger al final de la cuesta; en estas tierras no se ponía en pie ni un gato herrado; pero eran custodiadas por Tarzan, un perro criollo de suprema agilidad para atravesar las cañadas y los desfiladeros con tanta rapidez que el mismo mayordomo de la finca se quedaba asombrado con las proezas de tan valioso can.
En una alborotosa tarde, de gallinas revoleteando de loma en loma, Tarzan para las orejas y en un solo resoplo emprendió una veloz carrera tras un lobo que estaba azotando las gallinas, en cuestión de minutos se le vio cruzar alambrados al otro lado de la montaña; gruñidos, ladridos, quejidos rodaban por los pastizales hasta que lo único que se escuchaba eran los gritos de pedro, el mayordomo, quien llamaba a todo pulmón a su perro tarzan. 30 minutos se demoro pedro en ir hasta el sitio donde se hallaba Tarzan con el hocico en sangrado, una pata coja, y el lobo muerto.

No creo que mi perra Lupe; citadina de nacimiento, con una vida tan monótona como la de cualquiera de los que estamos alojados en estas selvas de pavimento, tenga la agilidad de cruzar cañadas, barrancos, pastizales y demás obstáculos de la vida del campo con tal rapidez como lo hacia su parentesco Tarzan. Es increíble pensar que la vagabunda de Lupe, quien fue adoptada por mi esposa y por mi después de encontrarla mojada y temblando del miedo al pie de un punte en un día lluvioso, conserve los instintos naturales territoriales tan fuertes como los de Tarzan.
Según estimaciones existen en todo el mundo alrededor de 600 razas de perros, y determinar la población de estos animales es muy difícil ya que hay demasiados perros abandonados que se reproducen sin control. (Una perra y su descendencia producen 67.000 crías).

lunes, 23 de abril de 2007

LA NATILLA DE MI TÍA ROSALBA

Recuerdo cuando tenia 10 años de edad y me daba miedo ir a la casa de mi abuela los días lunes y miércoles en la tarde; trataba de esquivar la típica costumbre de pilar el maíz (golpearlo con un trozo de madera en un especie de tronco hueco o pilón) hasta que el grano quedara listo para la masa de las arepas y/o la mazmorra de la semana; pero el miedo lo tenia bien calibrado en los días en que dicha tarea no se hacia, pues no había tal delicia que disfrutar de una taza de mazmorra a las 4:00 PM con un buen trozo de panela los martes y jueves. Para la fortuna mía y de mis tías, quienes eran las que preparaban dicho manjar; y yo, quien pilaba el maiz; con el pasar de los días hasta las recetas típicas paisas se modernizaron, y ahora ya se encuentra todo listo para consumir en cualquier supermercado.
Si era solo para la mazmorra, la preparación de la natilla en navidad era uno odisea de varias horas.

Receta para preparar la Natilla típica paisa.

Se ponen a cocer 2 kilos de maíz, ya trillado (golpeado en el pilón) dejándolo un poco duro. Al día siguiente se muele, se disuelve en 9 litros de leche y 1 litro de agua, se pasa por un colador o totuma con huecos y el afrecho que quede se muele nuevamente, se disuelve en la leche y se cuela por un cedazo fino. Esta operación se repite hasta que quede el afrecho limpio. La masa que quede asentada se escurre, se muele también, se disuelve en un poco de leche y se cuela hasta que no deje residuo. Hecho esto se agregan 4 libras de panela blanca partida en pedazos. Se pone al fuego en pailas grandes, revolviendo constantemente, hasta que este muy cocida. Un ratico antes de bajarla se le pone astillas de canela. El punto se sabe poniendo un poco en un plato, cuando al enfriarse despegue bien. Se vacía en moldes o bandejas seco. No debe hacerse a fuego vivo, porque puede ahumarse.