lunes, 14 de mayo de 2007

EL ESPANTO QUE NO ESPANTA

Casi cuatro años estuve como monaguillo de la parroquia del pueblo, en la cual el Padre Álvaro Ríos aparte de ser mi profesor de religión era mi jefe en dicha labor; para esos días mis aspiraciones eran poder llegar a ser el primero y único cura de la familia, la idea de solo decírsela a mi abuela le generaba profundos suspiros e inspirados consejos recalcándome el comportamiento que se debía tomar; para mi mamá, la fama de muchacho inquieto, un poco gaminoso y tal vez pícaro en mis travesuras le restaba importancia a mis comentarios, a pesar de verme en misa los domingos ayudándole al padre Álvaro a repartir la comunión con mucha devoción; tal vez ella en el fondo sabia que yo nunca podría cumplirle la promesa a mi abuela, o tal vez sospechaba que a escondidas del padre me comía las ostias y me encerraba en la sacristía con mi amigo Jorge Rodas a tomarme el vino de la sagrada eucaristía. De las travesuras en el templo y tal vez por castigo divino me quedo una cicatriz en el mentón, esto por tirar hacia el techo el canasto de recoger las ofrendas, cayéndome en la boca y raspándome la barbilla. Ni el padre, ni mi abuela, ni mi mamá se enteraron que mis reales intenciones de estar desempeñándome en tan orgulloso cargo, y a pesar de ganar doscientos cincuenta pesos cada quince días, eran las ganas de estar al lado de mi primer amor de infancia; la hermana Miriam; una de las tres monjas del pueblo.

Con el tiempo, y después de muchos días de acompañar al cura y a las monjas en cuanto rezo existiera, las ganas de tener una vida sacerdotal se fue extinguiendo, más aun cuando en las noches después de salir de misa para retornar a mi casa tenia que atravesar una solitaria carretera.

En un frió jueves; recuerdo que Castilla se encontraba en las fiestas de la virgen del carmen, poca fue la gente que asistió a la misa de siete, pues ese día no se contaba con energía eléctrica, la hermana Miriam, como era costumbre, siempre se quedaba con los monaguillos después de misa guardando las vinajeras, el misal y la sotana del padre Álvaro en un escaparate viejo que existía en la sacristía; nosotros dos fuimos los últimos en salir del tempo, nos fuimos caminando hasta el portón de la casa donde las monjas vivían y después de una corta despedida y el habitual pellizco en la mejilla me pregunto quien me acompañaría a mi casa; ¡yo soy un hombre grande!, le dije, mostrando la cara de niño asustado por emprender el camino por una desolada carretera; Veinte minutos dura el trayecto; pero esta vez, sin compañía y sin tener un solo bombillo encendido, el camino seguro se haría mucho más largo. Con un paso apretado, casi trotando, mirando constantemente hacia atrás llegue hasta el sitio llamado el alto del perro, famoso por los cuentos de espantos y duendes que allí aparecían; me eché la bendición varias veces frente a una imagen de la virgen María, ubicada justo antes de la parte mas oscura y mas solitaria, empecé a caminar, esta vez un poco mas despacio, como tratando de adivinar lo que mis pies pisaban, o de percibir hasta el zumbido de los zancudos que se cruzaban en mi camino, de repente y como si fuera un presagio del mas oscuro de los demonios, empezaron a sacudir los alambrados que rodeaban el camino, y sin medir distancia, emprendí una veloz carrera alimentada por un estruendoso sonido que retumbaba en mi espalda, al llegar a la casa mas próxima y después de un profundo respiro, me pude dar cuenta que dicho sonido era el de una maldita vaca.


lunes, 7 de mayo de 2007

LAS OREJAS DE MI ABUELO

Una costumbre muy común en los hogares paisas, sino en todos los pequeños pueblos de Colombia, es realizar el mercado el día domingo. Esos domingos eran para mí de costal al hombro y pasos rápidos por la empinada carretera arriba; siempre en el trayecto me encontraba con mi abuelo, después de salir de la habitual misa del medio día, vestido con saco de paño, sombrero de pelo y calzado fino; a pesar de sus noventa y dos años de edad tomaba su vieja estopa (costal), compraba siete atados de panela (siete kilos) y emprendía la misma ruta mía; en ocasiones nos quedábamos descansando en cualquier barranco del empedrado camino; para mí él era quien todo lo sabía, era un gusto poder escucharlo, sus historias describían con lujo de detalles el pasar de los días en las vidas humildes y tranquilas de los habitantes de Castilla.

Mis pasos eran rápidos y los de él muy firmes; después de diez minutos de haber llagado a mi destino asomaba mi abuelo por el zaguán de la casa, descargaba su pesada carga a un lado de la olla de la mazamorra, se quitaba los zapatos y estiraba los cortos dedos de los pies sentado en la vieja silla del corredor, en la vida de lo único que se quejaba era de lo apretado que le quedaban las zapatillas de ir a misa, pues, con frecuencia se le veía descalzo.

Al llegar la noche y después de tomarse una taza de leche con una arepa redonda se acostaba siempre al rincón de la cama, dejando a mi abuela en la orilla de la misma; rezaba el rosario con mi tía Rosalba y no habían acabado la oración cuando ya se sentían los leves suspiros de un anciano cansado.

Durante el día era muy común verlo tamando el sol por ratos largos, sentado en los troncos de leña ubicados en el patio de la casa; se quedaba inmóvil como contemplando las montañas que en otras ocasiones había recorrido. En medio del aire fresco que subía por los viejos cafetales se escuchaba la voz de mi abuela que con dulzura lo llamaba para que no se insolara. A las diez de la mañana después de una taza de café con leche y arepa retomaba su postura, ahora, en la sombra leyendo sin gafas cuanto papel escrito encontraba. Varios regaños recibí de mi abuela por dejarle en sus manos mi libro de sociales, pues su impulso por leerlo era tan fuerte que enfermaba de los ojos al tratar de leer la letra pequeña.

Una tarde, ya para caer el día, lo encontré silencioso, más inmóvil de lo acostumbrado al lado del tanque donde tomaba agua la única yegua de la casa, me acerqué con sigilo para observar lo que hacía y me quedé asombrado al ver que un colibrí le rodeaba con rápidos movimientos sus grandes orejas, como buscando el polen de las coloridas flores.

Mis recuerdos de los cortos momentos vividos con mi abuelo son pocos pero muy placenteros.
En agosto de 1999 recibí un recorte del periódico La Patria de Manizales, que decía: "A los 97 años y luego de una corta enfermedad que lo redujo a su lecho, falleció el patriarca castellano Manuel Salvador Marín Caballero, quien participó en la fundación del corregimiento de Castilla (Pácora-Caldas) al lado de Alfonso Gutiérrez "chorronda" (fallecido); Cipriano Alzate y otros ilustres hombres"