jueves, 12 de julio de 2007

LA BICICLETA

Constantemente me veían pasar montado en mi bicicleta camino al parque principal de Castilla; especialmente los sábados en la mañana, cortando el frío viento mañanero con la cara expuesta a la brisa y los ojos fijos en la escarpada y destapada calle; como cual demonio alocado huyendo del tormento y la pena. Para aprender a dominar el viejo velocípedo solo me bastó un leve empujón en una de las pendientes que se encuentran en esta vieja población, lo demás fue instinto de supervivencia y algo de osadía que le costaba dolores de cabeza a mi madre y a mi un poco de popularidad entre los niños de mi edad. Con el tiempo los golpes perfeccionaron mi estilo y las acrobacias complacían el pavoneo ante las niñas que me miraban con cierta hilaridad; entre ellas siempre se encontraba Adriana Valencia; una niña con muy poca gracia pero que me atrapaba con sus largas piernas y su cabello liso y oscuro.

Ante una de las demostraciones de valentía y equilibrio, Adriana me propuso que fuese yo el que le enseñara a conducir la bicicleta, oferta que no pude rehusar y de la cual me sentía orondo en aceptar. Las clases empezaron de inmediato, y avizoré en estas la oportunidad de acercarme a ella un poco más que un simple amigo. Después de horas de práctica mis intenciones fueron expuestas, y en consecuencia recibí una tímida aceptación; pretensión que duro muy poco pues a mis oídos llego un corto pero persevero mensaje, -“Déjeme pensarlo”-; a la fecha aun lo esta pensando.

Con el tiempo Adriana se convirtió en una linda joven, y ya mi bicicleta perdió interés, tanto para ella como para mi.