Descendíamos por los estrechos caminos en una disonante carrera de gritos, silbidos, golpes y retumbes de los cacharros plásticos en que se recolectaba los granos de café. La carrera tenía como fin poder escoger los surcos o matas de café más maduros, y de esta manera tener algo de ganancia en la facilidad de desgajar los granos de las ramas. Mi escolta siempre era Orlando, un compañero de clase, el cual me sobrepasaba 4 años más de edad y como 10 años de experiencia en dicha actividad. Casi siempre me tocaba al lado de él cuando iniciábamos la recolección, pero nunca terminábamos juntos, pues mi rendimiento era inferior a la agilidad y malicia de Orlando. Por cosas de la vida siempre que me ubicaba a su lado encontraba al final de mi trayecto, en el árbol de café mas maduro, evidencias de que alguien se había orinado justo en las ramas mas llenas. Hasta que llego el día en que yo terminé primero, y al ver que a él le faltaba un buen tramo, seleccioné el arbusto mas desarrollado y realice mis necesidades a la sombra de las verdes ramas.
Al llegar el domingo, sentados en un escaño del parque principal, nos contamos cara a cara los mal intencionados actos de picardía, de los cuales no solo las beneficiadas fueron las plantas que recibieron el nutritivo abono; también fui yo, pues con la plata que se gano Orlando, me invito a mi primera cerveza.