Casi cuatro años estuve como monaguillo de la parroquia del pueblo, en la cual el Padre Álvaro Ríos aparte de ser mi profesor de religión era mi jefe en dicha labor; para esos días mis aspiraciones eran poder llegar a ser el primero y único cura de la familia, la idea de solo decírsela a mi abuela le generaba profundos suspiros e inspirados consejos recalcándome el comportamiento que se debía tomar; para mi mamá, la fama de muchacho inquieto, un poco gaminoso y tal vez pícaro en mis travesuras le restaba importancia a mis comentarios, a pesar de verme en misa los domingos ayudándole al padre Álvaro a repartir la comunión con mucha devoción; tal vez ella en el fondo sabia que yo nunca podría cumplirle la promesa a mi abuela, o tal vez sospechaba que a escondidas del padre me comía las ostias y me encerraba en la sacristía con mi amigo Jorge Rodas a tomarme el vino de la sagrada eucaristía. De las travesuras en el templo y tal vez por castigo divino me quedo una cicatriz en el mentón, esto por tirar hacia el techo el canasto de recoger las ofrendas, cayéndome en la boca y raspándome la barbilla. Ni el padre, ni mi abuela, ni mi mamá se enteraron que mis reales intenciones de estar desempeñándome en tan orgulloso cargo, y a pesar de ganar doscientos cincuenta pesos cada quince días, eran las ganas de estar al lado de mi primer amor de infancia; la hermana Miriam; una de las tres monjas del pueblo.
Con el tiempo, y después de muchos días de acompañar al cura y a las monjas en cuanto rezo existiera, las ganas de tener una vida sacerdotal se fue extinguiendo, más aun cuando en las noches después de salir de misa para retornar a mi casa tenia que atravesar una solitaria carretera.
En un frió jueves; recuerdo que Castilla se encontraba en las fiestas de la virgen del carmen, poca fue la gente que asistió a la misa de siete, pues ese día no se contaba con energía eléctrica, la hermana Miriam, como era costumbre, siempre se quedaba con los monaguillos después de misa guardando las vinajeras, el misal y la sotana del padre Álvaro en un escaparate viejo que existía en la sacristía; nosotros dos fuimos los últimos en salir del tempo, nos fuimos caminando hasta el portón de la casa donde las monjas vivían y después de una corta despedida y el habitual pellizco en la mejilla me pregunto quien me acompañaría a mi casa; ¡yo soy un hombre grande!, le dije, mostrando la cara de niño asustado por emprender el camino por una desolada carretera; Veinte minutos dura el trayecto; pero esta vez, sin compañía y sin tener un solo bombillo encendido, el camino seguro se haría mucho más largo. Con un paso apretado, casi trotando, mirando constantemente hacia atrás llegue hasta el sitio llamado el alto del perro, famoso por los cuentos de espantos y duendes que allí aparecían; me eché la bendición varias veces frente a una imagen de la virgen María, ubicada justo antes de la parte mas oscura y mas solitaria, empecé a caminar, esta vez un poco mas despacio, como tratando de adivinar lo que mis pies pisaban, o de percibir hasta el zumbido de los zancudos que se cruzaban en mi camino, de repente y como si fuera un presagio del mas oscuro de los demonios, empezaron a sacudir los alambrados que rodeaban el camino, y sin medir distancia, emprendí una veloz carrera alimentada por un estruendoso sonido que retumbaba en mi espalda, al llegar a la casa mas próxima y después de un profundo respiro, me pude dar cuenta que dicho sonido era el de una maldita vaca.
Con el tiempo, y después de muchos días de acompañar al cura y a las monjas en cuanto rezo existiera, las ganas de tener una vida sacerdotal se fue extinguiendo, más aun cuando en las noches después de salir de misa para retornar a mi casa tenia que atravesar una solitaria carretera.
En un frió jueves; recuerdo que Castilla se encontraba en las fiestas de la virgen del carmen, poca fue la gente que asistió a la misa de siete, pues ese día no se contaba con energía eléctrica, la hermana Miriam, como era costumbre, siempre se quedaba con los monaguillos después de misa guardando las vinajeras, el misal y la sotana del padre Álvaro en un escaparate viejo que existía en la sacristía; nosotros dos fuimos los últimos en salir del tempo, nos fuimos caminando hasta el portón de la casa donde las monjas vivían y después de una corta despedida y el habitual pellizco en la mejilla me pregunto quien me acompañaría a mi casa; ¡yo soy un hombre grande!, le dije, mostrando la cara de niño asustado por emprender el camino por una desolada carretera; Veinte minutos dura el trayecto; pero esta vez, sin compañía y sin tener un solo bombillo encendido, el camino seguro se haría mucho más largo. Con un paso apretado, casi trotando, mirando constantemente hacia atrás llegue hasta el sitio llamado el alto del perro, famoso por los cuentos de espantos y duendes que allí aparecían; me eché la bendición varias veces frente a una imagen de la virgen María, ubicada justo antes de la parte mas oscura y mas solitaria, empecé a caminar, esta vez un poco mas despacio, como tratando de adivinar lo que mis pies pisaban, o de percibir hasta el zumbido de los zancudos que se cruzaban en mi camino, de repente y como si fuera un presagio del mas oscuro de los demonios, empezaron a sacudir los alambrados que rodeaban el camino, y sin medir distancia, emprendí una veloz carrera alimentada por un estruendoso sonido que retumbaba en mi espalda, al llegar a la casa mas próxima y después de un profundo respiro, me pude dar cuenta que dicho sonido era el de una maldita vaca.